Capitulo 02

Esa noche, bajo el manto protector de la oscuridad, Neferet se escabulló para encontrarse con Menna. Lo encontró en su lugar secreto, un pequeño saliente de roca que ofrecía una vista panorámica del campamento y la silueta creciente de la pirámide. Él la esperaba, su figura erguida bajo el cielo estrellado.

—Neferet —dijo Menna, su voz era una suave melodía en la quietud de la noche—. Te noto... perturbada. ¿Ha ocurrido algo?

Ella se acercó a él, sintiendo el calor de su brazo cuando la envolvió en un abrazo. La comodidad de su presencia la hizo dudar de cómo darle la noticia.

—Menna —empezó ella, su voz apenas un susurro—. El visir... me ha asignado a Karnak.

Menna se tensó, su abrazo se hizo más firme.

—¿Karnak? Pero... ¿por qué? Tu trabajo aquí es esencial.

—Dice que mis talentos son necesarios allí. Pero sé la verdad. —Neferet se separó ligeramente para mirarlo a los ojos—. Él sabe de nosotros, Menna. Ha notado... ha notado mi cercanía a ti. Él no tolera distracciones en la corte, ni mucho menos, amores que desafíen las reglas.

El rostro de Menna se contrajo, una mezcla de ira y frustración.

—Maldito sea. Lo sabía. Lo sentía en su mirada. Él nunca confió en mí, ni en mi ascenso.

—Ha sido muy claro —continuó Neferet, sintiendo las lágrimas brotar en sus ojos—. Me voy al amanecer. En la barcaza real. No hay forma de evitarlo.

Menna la apartó un poco, sus manos en sus hombros, sus pulgares acariciando su piel.

—No. No puede ser. No puedo permitirlo. Hay algo que podemos hacer.

—¿Qué podemos hacer, Menna? —preguntó Neferet, con la voz quebrada—. Él es el visir. Su palabra es ley, solo por debajo del Faraón. Y si el Faraón se entera...

—Entonces no se enterará —dijo Menna, su voz firme y decidida—. Nos han subestimado, Neferet. Creen que somos simples piezas en su juego. Pero no lo somos.

Él la miró, sus ojos brillando con una intensidad que Neferet nunca había visto.

—Te amo, Neferet. Y no voy a perderte así.

Las palabras de Menna la llenaron de una desesperada esperanza, pero también de un miedo paralizante. El visir era poderoso, implacable. ¿Podrían realmente desafiarlo?

Mientras la luna ascendía en el cielo, proyectando largas sombras sobre la arena, Menna se sentó con Neferet, su mente febril, buscando una solución. La idea de Karnak, de la separación, era insoportable.

—Si te vas al amanecer, el tiempo es escaso —dijo Menna, su voz llena de urgencia—. Necesitamos un plan. Un plan audaz.

Neferet lo miró, el miedo aún en su corazón, pero también una chispa de la audacia que él le inspiraba.

—¿Qué tienes en mente?

Menna se inclinó, su voz apenas un susurro.

—Hay un antiguo pasadizo. Lo descubrí mientras supervisaba las fundaciones del templo mortuorio adyacente a la pirámide. Es un pasadizo que pocos conocen, olvidado por la mayoría. Podría llevarnos más allá de los muros del campamento, más allá de la vigilancia.

—¿Y luego qué, Menna? —preguntó Neferet, la idea era tentadora pero peligrosa—. ¿A dónde iríamos? No podemos simplemente desaparecer. El visir nos buscaría.

—Lo sé —dijo Menna, asintiendo con la cabeza—. Pero si el visir cree que has partido a Karnak... eso nos daría tiempo. Tiempo para alejarnos. Para buscar un lugar donde empezar de nuevo.

El plan de Menna era descabellado, arriesgado, pero ofrecía una luz de esperanza en la oscuridad. El amor entre ellos era un fuego que se negaba a extinguirse, y estaban dispuestos a arriesgarlo todo por mantenerlo vivo.

La noche se cernía sobre ellos, un manto de terciopelo salpicado de estrellas. El viento del desierto susurraba secretos entre los pilares de piedra sin terminar, y el sonido lejano de los perros del campamento apenas rompía el profundo silencio que se había instalado entre Neferet y Menna. Él había terminado de explicar su audaz plan de escape, un hilo delgado de esperanza en la vasta oscuridad de su desesperación.

Neferet lo miró, sus ojos almendrados brillando con la luz incierta de la luna. Las palabras de Menna, llenas de amor y determinación, resonaban en su pecho. El pasadizo secreto, la huida, una vida juntos lejos de las cadenas de la corte... Era un sueño tan dulce como peligroso.

—Menna —dijo ella, su voz apenas un susurro, cargada de una pena profunda—. No puedo.

Él la miró, su expresión confundida, un dolor asomando en sus ojos.

—¿De qué hablas, Neferet? ¿No podemos? ¿Por qué?

Neferet se separó de él, dando un pequeño paso hacia atrás. El aire entre ellos se volvió frío.

—Escúchame, Menna. Sé que tu amor es puro, y tu plan... es valiente. Pero el visir no es un hombre al que se le pueda engañar fácilmente. Es como una serpiente, paciente y astuta.

Se pasó una mano por la frente, sintiendo el peso de la decisión.

—Si escapamos, nos buscará. No solo a mí, sino a ti también. Y si nos encuentra... no habrá piedad. Tu trabajo aquí, tu sueño de construir estas maravillas para el Faraón... todo se perdería. Serías un paria, un traidor.

Menna frunció el ceño, acercándose de nuevo.

—No me importa mi posición si significa perderte, Neferet. ¿Crees que este trabajo tiene algún sentido sin ti a mi lado? ¿Crees que la vida en la corte es lo que anhelo si es una vida sin la mujer que amo?

Neferet sintió un nudo en la garganta. Sus palabras eran un bálsamo para su alma, pero la realidad era un golpe frío.

—Sé lo que sientes, Menna. Y mi corazón te responde con la misma intensidad. Pero a veces, amar significa proteger. Y en este caso, protegerte significa que yo me vaya.

Él la tomó suavemente por los hombros, sus pulgares acariciando su piel.

—¿Protegerme? Neferet, ¿cómo puede tu partida protegerme? Me dejarías aquí, solo, con el peso de tu ausencia. Eso no es protección, es... es una agonía.

Las lágrimas finalmente rodaron por las mejillas de Neferet.

—Si yo me voy a Karnak, el visir creerá que ha ganado. Que ha separado a los "distraídos" y ha restablecido el orden. Él no te perseguirá. No tendrá razones para sospechar de ti. Seguirás siendo el arquitecto jefe, el hombre respetado que eres.

Menna la miró con desesperación, la cabeza sacudiéndola lentamente.

—Y tú, ¿qué serías tú en Karnak, Neferet? ¿Una escriba solitaria, lejos de todo lo que conoces, lejos de mí? ¿Crees que eso es una vida?

—Seré una escriba leal al Faraón —respondió Neferet, la voz quebrada pero firme—. Y sabré que, aunque el precio sea mi propia felicidad, tú estás a salvo. Que puedes seguir construyendo tus sueños. Que no he sido la causa de tu ruina.

El silencio volvió a caer entre ellos, más pesado que antes. Solo el suave arrullo del Nilo y el batir distante de las alas de un ave nocturna. Menna la atrajo hacia él, abrazándola con una fuerza que Neferet sintió hasta lo más profundo de su ser. Un abrazo de despedida, de amor y de resignación.

—No me pidas que entienda esto, Neferet —murmuró Menna contra su cabello, su voz ronca de emoción—. No me pidas que lo acepte. Mi corazón se niega.

—Lo sé —susurró Neferet, aferrándose a él como si su vida dependiera de ello—. Lo sé. Pero a veces, las decisiones más dolorosas son las que se toman por amor.

Permanecieron así por lo que pareció una eternidad, el tiempo esfumándose en la inmensidad de la noche egipcia. Cuando el primer indicio de amanecer tiñó el horizonte, un débil hilo de luz gris rosado, Neferet se separó de Menna.

—Debo irme —dijo, la voz apenas audible—. La barcaza me espera.

Menna la miró, sus ojos llenos de un dolor que Neferet prometió llevar consigo para siempre. Él no dijo nada, simplemente asintió, su rostro una máscara de sufrimiento. Neferet se giró y se alejó sin mirar atrás, cada paso una punzada en su corazón. Dejarlo era la decisión más difícil de su vida, pero creía, con cada fibra de su ser, que era la única manera de protegerlo.

Mientras la barcaza real se deslizaba por las tranquilas aguas del Nilo, alejándose de Giza y de Menna, Neferet se sentó en la cubierta, observando cómo la silueta de la pirámide se desdibujaba en la distancia. El sol naciente iluminaba sus piedras, recordándole el amor que dejaba atrás. El visir, con su sonrisa satisfecha, la había visitado en el embarcadero, asegurándose de que su partida se realizara sin incidentes.

—Que los dioses te guíen en tu viaje, escriba Neferet —había dicho, sus ojos brillando con un triunfo apenas disimulado—. Estoy seguro de que tu dedicación a Karnak será inquebrantable.

Ella simplemente había asentido, su corazón demasiado pesado para responder. Ahora, con cada palada de los remeros, la distancia entre ella y Menna se hacía más grande. El paisaje del Nilo se extendía ante ella, pero Neferet solo veía el rostro de Menna, sus ojos llenos de dolor, la última imagen que se llevaría de él.

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