El sol caía sobre las palmeras datileras, tiñendo el Nilo de tonos dorados y rojizos. En el bullicioso campamento de Giza, donde el aire vibraba con el canto de los trabajadores y el eco de los martillos, Neferet, una escriba de la corte real, repasaba con meticulosa atención los pergaminos de cuentas. Sus dedos, manchados de tinta, trazaban jeroglíficos con una gracia innata, pero su mente divagaba. Una figura se cernía en el horizonte de sus pensamientos, tan imponente y enigmática como las mismísimas pirámides que se alzaban a su alrededor.
Era Menna, el arquitecto jefe, un hombre cuya mirada profunda y serena la inquietaba de un modo desconocido. Él era de cuna humilde, ascendido por su talento y visión; ella, nacida en la intrincada red de la corte, destinada a una vida de servicio y, quizás, a un matrimonio arreglado. Sus mundos eran tan distintos como las orillas opuestas del gran río.
Esa tarde, Menna se acercó a su mesa, su sombra alargada cubriéndola por un instante.
—Neferet —su voz era grave y resonante, como el eco en una tumba recién excavada—. Necesito la estimación de la piedra caliza para el tercer nivel. Las canteras de Tura nos están esperando.
Neferet levantó la vista, sus ojos almendrados encontrándose con los suyos. El corazón le dio un vuelco.
—Sí, Menna. Ya casi la tengo. Los números son... ajustados, pero viables.
Menna asintió, sus ojos fijos en los complicados cálculos. Había algo en su concentración, en la forma en que sus cejas se fruncían ligeramente, que Neferet encontraba extrañamente cautivador.
—He oído rumores —continuó él, con un tono más bajo—. Dicen que el visir te busca para el nuevo templo de Karnak.
Un escalofrío recorrió la espalda de Neferet. El visir era un hombre astuto y ambicioso, conocido por su influencia en la corte. Su interés no prometía nada bueno.
—Es posible —respondió ella, intentando sonar indiferente—. Mi labor es servir al Faraón donde se me requiera.
Menna la observó un momento, y Neferet sintió la punzada de su mirada, una mezcla de preocupación y algo más indescifrable.
—Comprendo. Pero Giza es... un lugar especial. Este proyecto es la obra de una vida.
Ella sonrió apenas, una sonrisa que rara vez permitía en la corte.
—Así lo es. La pirámide... es magnífica.
Un silencio cómodo se instaló entre ellos, roto solo por el crepitar de los papiros y el murmullo lejano del campamento. Menna no se marchó de inmediato, y Neferet sintió una punzada de esperanza de que no lo hiciera.
—A veces —dijo Menna, su voz casi un susurro—, me pregunto qué pensarán los dioses de todo esto. De que los hombres intentemos tocar el cielo con nuestras manos.
Neferet lo miró, sorprendida por la intimidad de sus palabras.
—Quizás... quizás es nuestra forma de honrarlos. De dejar nuestra huella en la eternidad.
Menna la miró a los ojos, y por un instante, el mundo exterior desapareció. Solo existían ellos dos, bajo el inmenso cielo egipcio, compartiendo un pensamiento tan profundo como las estrellas que pronto aparecerían.
—Me gusta esa idea, Neferet. Dejar nuestra huella.
El tiempo se deslizaba como la arena del desierto entre los dedos. Los encuentros entre Neferet y Menna se hicieron más frecuentes, sus conversaciones se extendían más allá de los pergaminos y las cuadrículas de la pirámide. Se encontraban a escondidas en el crepúsculo, bajo la sombra de las esculturas sin terminar o en los rincones olvidados del vasto complejo. Él le hablaba de las estrellas, de la precisión de las matemáticas, de la geometría sagrada que regía el universo. Ella le recitaba versos antiguos, le describía la belleza de los jardines reales y la intrincada danza de la corte.
Una tarde, mientras el sol se ponía, tiñendo el cielo de un carmesí intenso, se encontraron en la parte trasera de la capilla mortuoria, aún sin terminar.
—Neferet —murmuró Menna, su voz suave—. He estado pensando en lo que dijiste sobre dejar nuestra huella.
Ella lo miró, sintiendo el calor de su presencia.
—¿Sí?
—Es que... esta pirámide, es la huella del Faraón. Pero ¿y nosotros? ¿Dónde dejamos la nuestra?
Neferet lo observó, sus ojos brillando a la luz moribunda. Él extendió una mano, dudando un instante, y luego rozó su mejilla con una delicadeza que la hizo temblar.
—Tal vez... —dijo Menna, su mirada profunda—. Tal vez nuestra huella esté en los momentos que compartimos. Aquí. Ahora.
El corazón de Neferet latió con fuerza. La audacia de sus palabras la tomó por sorpresa, y al mismo tiempo, la llenó de una dulce sensación de peligro.
—Menna... —ella apenas pudo pronunciar su nombre.
Él se inclinó un poco más, su aliento cálido en su rostro.
—Esto es... imprudente. Lo sé. Pero no puedo evitarlo.
Neferet no respondió con palabras, sino con sus ojos fijos en los suyos, un abismo de anhelo y miedo. El mundo alrededor de ellos se desvaneció, y en el silencio sagrado del atardecer, sus labios se encontraron. Fue un beso breve, un roce apenas, pero para Neferet, fue como si el tiempo se detuviera y el universo entero girara en torno a ese instante.
Mientras su amor florecía en la sombra de la pirámide, los peligros se cernían. La envidia de otros cortesanos era una serpiente sigilosa que se arrastraba por los pasillos del palacio. El visir, un hombre de mirada penetrante y sonrisa forzada, había notado la atención inusual de Menna hacia la joven escriba. Su ambición no conocía límites, y cualquier amenaza a su influencia era rápidamente aplastada.
Una mañana, el visir se detuvo junto a Neferet mientras ella trabajaba en el registro de los obreros.
—Querida Neferet —su voz era melosa, pero sus ojos eran fríos—. Observo que el arquitecto Menna parece buscar tu compañía con frecuencia. ¿Acaso la construcción de la pirámide requiere de tanta... supervisión personal?
Neferet sintió un escalofrío. Levantó la vista, manteniendo la compostura.
—Mi señor visir, el arquitecto Menna es un hombre dedicado a su labor. Mis registros son vitales para el progreso de la obra. Es natural que consultemos a menudo.
El visir sonrió, una sonrisa que no llegaba a sus ojos.
—Natural, por supuesto. Solo espero que no se desvíen de sus importantes responsabilidades. El Faraón espera grandes cosas de ambos. Especialmente de aquellos que demuestran un... talento excepcional.
La advertencia era clara. La ambición faraónica no toleraba distracciones, ni mucho menos, amores prohibidos que pudieran comprometer el orden social y el control. Neferet sintió el peso de sus palabras. Su amor por Menna no era solo un desafío a las jerarquías, sino también un peligro para sus vidas.
El aire de la corte se había vuelto denso, cargado de una tensión que Neferet sentía en cada fibra de su ser. Las palabras del visir resonaban en sus oídos como el eco de una sentencia. Él no era un hombre de amenazas vacías. Su sonrisa, tan pulcra como su túnica de lino, ocultaba una mente afilada y despiadada.
Días después, mientras Neferet revisaba los envíos de papiro, una mensajera real se acercó, su rostro inexpresivo.
—Neferet, escriba de la corte —dijo la mensajera, su voz monótona—. El visir desea tu presencia en la sala de audiencias. Inmediatamente.
El corazón de Neferet dio un vuelco. Sabía que esto era lo que había temido. Se alisó el vestido, intentando controlar el temblor de sus manos, y siguió a la mensajera por los pasillos laberínticos del palacio. La sala de audiencias era un espacio vasto y sombrío, donde el Faraón recibía a sus súbditos. Hoy, solo el visir la esperaba, sentado en un trono menor, su figura alta y delgada proyectando una larga sombra.
—Neferet —dijo el visir, su voz goteando amabilidad forzada—, me complace verte. Tu diligencia es, como siempre, ejemplar.
Neferet hizo una reverencia profunda.
—Mi señor visir, me honra su llamado.
—He estado evaluando las necesidades del imperio —continuó el visir, observándola con sus ojos fríos—. Y he llegado a una conclusión. Tus talentos, que son innegables, serían de inmenso valor en un proyecto de vital importancia para el imperio.
Neferet contuvo el aliento. Esto era.
—¿De qué proyecto se trata, mi señor?
—El nuevo templo de Karnak, por supuesto —respondió él, como si fuera la cosa más obvia del mundo—. El Faraón desea que los registros de su construcción sean los más detallados y perfectos jamás concebidos. Y tú, Neferet, eres la única a la que considero capaz de tal tarea.
El templo de Karnak estaba a un día de viaje al sur, una distancia considerable de Giza y, lo que era más importante, de Menna.
—Es un gran honor, mi señor —dijo Neferet, intentando ocultar la desesperación que sentía—. Pero... ¿y mi trabajo aquí en Giza? La pirámide...
—La pirámide está en buenas manos —la interrumpió el visir con una sonrisa gélida—. Ya he dispuesto que otro escriba, uno de menor experiencia, asuma tus responsabilidades aquí. Confío en que no tendremos inconvenientes con la transición. Tu partida es inminente. Partirás al amanecer en la barcaza real.
Neferet sintió que el mundo se le venía encima. Karnak. Era una sentencia de exilio, una forma elegante de arrancarla de Menna sin levantar sospechas.
—Comprendo, mi señor —murmuró, sus labios secos.
—Excelente —dijo el visir, poniéndose de pie—. Espero que aproveches esta oportunidad para demostrar tu lealtad inquebrantable al Faraón. Y, por supuesto, para concentrarte plenamente en tu trabajo. Sin distracciones.
La última palabra fue pronunciada con una frialdad calculada, una advertencia que resonó en el alma de Neferet. Ella sabía a qué se refería.