Las palabras de Khonsu, pronunciadas con una voz aguda y temblorosa, resonaron en el patio. Algunos guardias y sacerdotes se giraron, alertados por el inusual altercado.
—¡Le diré a los demás que usted estaba revisando los papiros del Faraón sin su consentimiento! —amenazó Khonsu, su voz temblorosa.
Nekhbet, al verse descubierto, palideció. La acusación de Khonsu era grave. Ser descubierto manipulando los papiros que van dirigidos al Faraón sería su fin. La ira se apoderó de él, pero esta vez, una rabia más peligrosa, una rabia nacida del pánico. Sacó una pequeña daga de su cinturón, la hoja de bronce brilló bajo el sol matutino.
—¡Silencio, muchacho! —siseó Nekhbet, empuñando la daga—. ¡Nadie creerá las mentiras de un simple escriba!
Se abalanzó sobre Khonsu, la daga apuntando al pecho del joven. La intención asesina era clara.
Khonsu gritó. No por el miedo, sino por la furia. Había visto a su padre, un simple escriba, ser humillado por hombres como Nekhbet. Había visto el sufrimient