El aire en Karnak se había vuelto denso con, Neferet, con la pluma en la mano, sentía el peso de cada palabra que trazaba en el papiro.
—Está lista, Khonsu —dijo Neferet, entregándole el pergamino—. Entrégala al mensajero más rápido del templo. Dile que es de máxima urgencia, para el Faraón en Giza. Y que el Capitán Hesy debe verla.
Khonsu tomó la carta con ambas manos.
—Lo haré, escriba Neferet. Correré como el viento mismo.
Pero justo cuando Khonsu se disponía a partir, una figura se materializó en la puerta de la sala de los escribas. Era el sacerdote Nekhbet, un hombre de mediana edad con una sonrisa perpetua que nunca llegaba a sus ojos, y una inclinación a la chismografía y a la adulación de los poderosos. Nekhbet era conocido por su lealtad, no al Faraón o a los dioses, sino a aquellos que le ofrecían mayor beneficio. Y ahora, el visir era la estrella ascendente.
Nekhbet observó la escena, sus ojos deteniéndose en el pergamino en la mano de Khonsu y en la expresión tensa de Ne