Los días pasaban y Mauricio no regresaba. Sus excusas eran siempre las mismas: "Estoy pasándola bien con Valeria", "Necesitamos tiempo para nosotros". A Ricardo Auravel ya no le gustaba nada de esto. Algo olía mal. Él era muy consciente de la verdad sobre su hijo: Mauricio era gay, o al menos bisexual según a visto. Los padres de Dilcia, su difunta esposa, también lo sabían. Por eso, ese maldito testamento.
La herencia de los Dermont, una fortuna considerable que correspondía a Mauricio tras la muerte de su madre, tenía una cláusula de hierro: para recibirla, Mauricio debía casarse y tener un heredero. Su difunta madre, Dilcia, había sido la única hija, y sus padres, desconsolados y tradicionalistas, habían ideado esa cláusula en un último intento por asegurar un legado "normal" y perpetuar el apellido. Mauricio, abrumado por el dolor y el resentimiento hacia todo lo que oliera a la farsa de su vida, ni siquiera se había molestado en asistir a la lectura del testamento. Lo había encar