Elías observó cómo el auto con Valeria se alejaba por el camino de tierra, levantando una nube de polvo que se mezclaba con la niebla de su propia desesperación. Un impulso primitivo lo empujó a dar unos pasos, a correr tras ella, a gritar su nombre y obligarla a escuchar. Pero una mano firme se posó en su hombro.
—Es lo mejor, Elias —dijo Leo, su voz grave cargada de una preocupación que no disimulaba—. Detenerla ahora solo empeoraría las cosas.
Elias se encogió bruscamente, liberándose del contacto. —¡No me digas qué es lo mejor! —rugió, pero la furia en su voz no podía ocultar el temblor de impotencia. Sin mirar atrás, se dirigió a la casa y encerró en su despacho, el portazo resonando en el silencio de la finca como un disparo.
Se sirvió un whisky, bebiéndolo de un trago mientras el líquido ardía en su garganta. ¿Por qué se sentía así? Había sido una noche. Una noche increíble, sí, pero solo una noche. Se había dejado llevar, había cedido ante sus deseos como un adolescente. No po