Elías llevaba más de un mes entre rejas. La rutina carcelaria era un yugo que cargaba a diario, con la única luz de las visitas de su madre y de Dario. Saber que Valeria estaba bien y que lo visitaría cuando fuera seguro era un consuelo agridulce. La ansiaba con una intensidad que le dolía físicamente: su aroma, la suavidad de su piel, el sonido de su risa, el calor de su voz. Pensar en ella era el único cable a tierra que lo mantenía cuerdo en medio del infierno. Pero el destino, cruel, los mantenía separados, sin una fecha de juicio que vislumbrara el final de esta pesadilla.
Esa tarde, Dario vendría. Elías esperaba buenas noticias, un avance, cualquier cosa. En la lavandería, donde lo tenían asignado, buscó con la mirada a Jeff y Clark, los dos reclusos con los que, en un acto de cautelosa camaradería, había entablado un vínculo tenue. Pero no estaban.
—¿Dónde están Jeff y Clark? —preguntó, dirigiéndose a un hombre que no había visto antes en esa área.
—No es tu asunto, Alva