La noche se le hizo interminable a Elías. La ansiedad de ver a su madre le robó el sueño, mezclándose con la pesadilla constante de su encierro. Tras el desayuno, esperó en su celda con una paciencia forzada, cada minuto una eternidad. Finalmente, el ruido de la cerradura sonó y el guardia lo llamó.
Ya ni siquiera le molestaban las esposas que le colocaban con rutina. Eran solo un trámite más en el camino hacia un rostro amado. Caminó rápido por los pasillos, su corazón acelerándose al acercarse a la sala de visitas privadas.
Al abrir la puerta, vio a Clara levantarse de la silla, su rostro marcado por la preocupación y el amor. El guardia le quitó las esposas y apenas dio un paso adentro antes de que Elías cerrara la distancia y se hundiera en sus brazos abiertos.
Fue un abrazo poderoso, silencioso y cargado de una emoción que traspasó las paredes. Elías, el hombre fuerte e impasible, sollozó contra el hombro de su madre como el niño que una vez fue.
—Mamá… yo no lo hice —m