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El Hombre Detrás Del Escritorio.

La oficina de Roth & Co. era un lugar ordenado a la perfección.

Paredes de vidrio, escritorios alineados y un silencio que solo rompían los teclados o el zumbido del ascensor.

Valentina ya había aprendido el ritmo del lugar. Y ese ritmo lo marcaba Alexander Roth, su jefe. Su peor pesadilla, o al menos, eso intentaba creer.

Era lunes, y el aire olía a café quemado y tensión. Alexander caminaba entre los cubículos con paso seguro, las manos detrás de la espalda, observando pantallas como si todo dependiera de él.

—El informe de consumo debe entregarse antes del mediodía —dijo sin alzar la voz. Aun así, todos se movieron como si hubiera gritado.

Valentina revisó su hoja de cálculo por quinta vez. Había trabajado hasta tarde, pero seguía temiendo un error. Alexander tenía el talento de hacerla sentir inexperta.

Su sombra se proyectó sobre su escritorio antes de que pudiera reaccionar.

—La columna “Gastos Totales” —dijo él, señalando la pantalla—. Observa bien la información entre el primer y segundo trimestre.

Ella parpadeó. No lo había notado.

—Lo corrijo enseguida, señor Roth —respondió, con la voz un poco temblorosa.

Él se inclinó un poco. Su perfume la envolvió, el mismo que a veces imaginaba cuando leía los mensajes de “A.”

—Tenga más cuidado —dijo finalmente, sin mirarla. Luego siguió su camino, dejando tras de sí ese aire de control y distancia que tanto la alteraba.

Valentina soltó el aire.

Cada día con Alexander era una prueba. Y, aun así, algo en él la descolocaba. No solo su autoridad o su belleza contenida, sino esa forma de observarlo todo incluso cuando parecía no mirar. A veces sentía que él la conocía.

Sacudió la cabeza. Absurdo.

A media mañana, su teléfono vibró: LoveMatch.

Sonrió sin querer. Desde que hablaba con “A.”, sus semanas eran un poco menos grises.

Durante el descanso, escribió:

V: “Sobreviví a otra corrección del jefe. Creo que podría desintegrarme si me mira otra vez con esa cara.”
A.: “¿Cara de qué?”
V: “De alguien que se comió un limón.”
A.: “Tal vez lo hace porque ve algo en ti.”
V: “Créeme, ese hombre no ve a nadie. Solo números.”
A.: “O quizás se esconde detrás de ellos.”

Valentina rió. “A.” siempre lograba convertir sus quejas en algo más.

V: “¿Y tú? ¿También eres un jefe insoportable?”
A.: “Digamos que exijo demasiado.”
V: “Mis condolencias para tus empleados.”
A.: “Solo si no saben leer entre líneas.”

Guardó el teléfono antes de que alguien la viera sonreír.

Era absurdo, pero aquel desconocido la entendía más que nadie.

Esa tarde, Alexander se encerró en su oficina, como siempre. A veces ella lo observaba desde lejos: camisa remangada, corbata suelta, mirada fija en los papeles.

Tan concentrado. Tan intocable.

El jueves se cruzaron en el ascensor. Ella llevaba carpetas; él, un vaso de café. El ascensor se detuvo entre pisos unos segundos.

—¿Cuánto tiempo lleva en la empresa, señorita Vega? —preguntó.

—Dos semanas —respondió ella.

—Aprenda rápido. Aquí nadie espera a nadie.

Las puertas se abrieron. Él salió sin mirar atrás. Ella respiró hondo, intentando calmarse.

Esa noche escribió:

V: “Hoy confirmé que mi jefe es un idiota.”
A.: “¿Tanto así?”
V: “Es un robot. Perfecto, eficiente, aterrador.”
A.: “Suena como alguien que te afecta más de lo que admites.”
V: “Por favor.”
A.: “Lo recuerdas con detalle.”
V: “Solo porque me arruinó el día.”
A.: “O lo marcó.”

Valentina cerró la app. Pero las palabras quedaron flotando en su mente todo el fin de semana. Lo marcó. Sí. Lo había hecho.

El lunes empezó como siempre: reunión, café, rutina. Pero Alexander estaba diferente, más callado, más observador. Durante una junta, la escuchó sin interrumpirla ni una vez. Al final, solo dijo una frase.

—Bien. Pero revise las cifras antes del cierre trimestral. —Y cerró el cuaderno.

Al volver a su escritorio, Valentina abrió LoveMatch.

V: “No sé por qué me esfuerzo tanto. Da igual lo que haga, mi jefe siempre encuentra algo que criticar.”
A.: “¿Y si no lo hace por maldad?”
V: “¿Entonces por qué?”
A.: “Tal vez porque ve en ti lo que nadie más nota.”
V: “¿Qué cosa?”
A.: “Potencial.”

Ella suspiró. Le gustaría creerlo, pero nada en Alexander lo confirmaba.

Entonces lo vio salir de su oficina: camisa blanca impecable, reloj plateado, mirada fría. Se detuvo frente a su escritorio. Ella bloqueó la pantalla del teléfono de inmediato.

—¿Terminó los informes? —preguntó.

—Sí. Enviados esta mañana.

—Perfecto. —Pausó un instante—. Revíselos de nuevo. Creo que puede mejorarlos.

La miró, fijo, intenso. Por un segundo, su expresión cambió. Menos distante, más humana.

Ella asintió, sin aire.

—Claro. Lo haré ahora mismo.

Alexander bajó la mirada y, por un instante, sus ojos se detuvieron en su teléfono encendido. Él levantó la vista, directo hacia ella.

—Tenga cuidado con las distracciones, señorita Vega —dijo despacio.

Y se alejó.

Valentina se quedó quieta. El corazón le latía con fuerza. Miró la pantalla. El mensaje seguía allí, brillando con una sola palabra: Potencial.

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