La Invitación.
El amanecer encontró a Alexander en el mismo sitio en que lo había dejado la noche anterior: frente al ventanal, con la ciudad reflejada en los cristales como una extensión de su propio cansancio. No había dormido. No podía.
Había pasado horas repasando los informes, pero el texto ya no significaba nada. Todo se reducía a un recuerdo persistente: la distancia mínima entre su cuerpo y el de Valentina, el roce involuntario, la respiración compartida.
Cada vez que cerraba los ojos, volvía a sentirlo. El olor tenue de su perfume. El sonido de su voz quebrándose. La absurda fragilidad del instante antes de que ella se apartara.
No debía haber cruzado esa línea, y lo sabía, pero lo había hecho.
La lógica, su mayor virtud, se le escurría de las manos cuando pensaba en ella. No era deseo, al menos no solamente. Era otra cosa: una especie de curiosidad peligrosa, una fascinación que lo empujaba a observarla incluso cuando no debía.
A las seis, el reloj marcó el inicio de otra jornada. Encendió