Elena entró a la casa más temprano de lo habitual. Las bolsas de compras le pesaban en las manos y traía una sonrisa ligera después de una tarde con las amigas. El sol de la tarde se colaba por las persianas entreabiertas del salón, pintando rayas doradas sobre el piso de mármol.
Empujó la puerta con el hombro y se quedó congelada.
Un gemido bajo, entrecortado. Ropa tirada por el suelo como migajas de pan. En el sofá grande, el mismo donde veían películas en familia los domingos, su madre Claudia se movía encima de un hombre que no era su padre. Las manos de él en la cintura de ella, los labios de Claudia en su cuello, el ritmo frenético de sus caderas.
Elena soltó las bolsas. El ruido de los vidrios rompiéndose fue lo único que los hizo reaccionar.
Claudia se incorporó de golpe, pálida, agarrando una manta para cubrirse. El tipo, un desconocido de unos cuarenta y pico, se levantó a tropezones buscando sus pantalones.
— ¡Elena! —gritó Claudia, la voz temblorosa—. ¿Qué haces aquí tan temprano?
Elena no podía hablar. Sentía náuseas, rabia, asco. Todo junto.
— ¿Cuánto tiempo llevas haciéndole esto a papá? —logró decir al fin, con la voz rota.
— No es lo que parece, hija… fue un error, solo esta vez…
— ¡No me llames hija! —estalló Elena—. Papá está matándose en la ferretería para que tú vivas como reina y tú… tú lo traicionas en el sofá de la casa que él pagó.
El hombre ya se había vestido y salía disparado hacia la puerta sin mirar atrás.
Claudia se acercó, suplicante, las lágrimas falsas rodando por las mejillas perfectamente maquilladas.
— Por favor, Elena… no le digas nada a Roberto. Destrozarías a la familia. Fue una estupidez, te lo juro.
Elena retrocedió como si le quemara.
— La familia ya está destrozada. Y no es por mí.
Se encerró en su habitación y no salió en dos días. Escuchaba a su padre llegar cansado, besando a Claudia como siempre, preguntando por qué Elena estaba tan callada. Claudia inventaba excusas. Elena fingía sonrisas.
Una semana después, empacó sus maletas en silencio.
— Me voy a Nueva York, papá. Conseguí un apartamento cerca de la universidad. Necesito espacio para enfocarme en arquitectura —le dijo una mañana, abrazándolo fuerte.
Roberto la miró preocupado, pero no insistió. Le dio un sobre con dinero y un “llámame todos los días”.
Elena besó su mejilla, subió al avión y juró no volver a mirar atrás.
Lo que no sabía era que el destino le tenía preparado otro sofá, otro corazón roto… y un par de ojos café que la harían olvidar (o recordar) lo que significa sentirse viva de verdad.
Durante el vuelo, Elena miró por la ventanilla y vio Santo Domingo hacerse pequeña, como si la isla se encogiera para no tener que verla más. Las lágrimas cayeron sin permiso. No lloraba por su madre; lloraba por su padre, por la niña que había sido, por la casa que ya no era hogar.
Apretó el pasaporte contra el pecho y se prometió tres cosas: no confiar tan fácil, no volver a callar una traición y, sobre todo, no enamorarse nunca de alguien que pudiera romperle el corazón como Claudia le había roto el de Roberto.
Ironía del destino: en menos de un mes compartiría techo con el único chico que, desde los nueve años, había sido capaz de hacerla temblar con solo una mirada.
Nueva York la esperaba fría, ruidosa y llena de promesas.
Y Jasper Hernández, sin saberlo, ya tenía la llave de su nueva puerta… y de todo lo que ella juró proteger.