Elena arrastraba la maleta por la acera de la calle 116, Harlem Oeste. El viento de octubre le azotaba el pelo naranja como si la bandera de un barco en tormenta. Llevaba dos días durmiendo en un hostel cutre de Midtown y ya no aguantaba más. Necesitaba un techo, silencio y olvidarse de su madre revolcándose en el sofá de casa.
Abrió la puerta del edificio con la tarde del viernes. El ascensor olía a fritanga y marihuana barata. Sexto piso, apartamento 6B. Tocó dos veces.
Jasper abrió en camiseta negra y pantalón de chándal gris. El pelo castaño le caía desordenado sobre la frente, los ojos café brillaban con esa mezcla de burla y cariño que ella recordaba desde los nueve años.
—Llegas tarde, Vargas. Pensé que te habías arrepentido.
—Tuve que pelearme con tres taxistas para que no me timaran. ¿Me dejas pasar o sigues de portero?
Él se apartó. Elena entró arrastrando la maleta. El departamento era pequeño pero vivo: cocina abierta, sofá hundido, posters de Basquiat y una ventana que daba directo a las luces de Broadway allá abajo.
—Tu cuarto está al fondo. El baño es territorio neutral, pero la nevera es mía los lunes, tuya los miércoles, y los fines de semana guerra total.
Ella soltó una risa seca.
—¿Y si quiero cerveza un martes?
—Entonces ruegas de rodillas, pelirroja.
Dejó la maleta en la habitación vacía. Paredes blancas, cama sin hacer, armario chirriante. Perfecto. Todo lo contrario a la casa de sus padres.
Jasper apareció en la puerta con dos latas de Presidente frías.
—Regalo de bienvenida. Por los viejos tiempos.
Elena la abrió de un golpe. El primer trago le supo a libertad. Sus ojos azules se clavaron en los de él.
—¿Todavía guardas esa foto nuestra en la playa de Boca Chica?
—La tengo en la nube. No soy tan sentimental.
—Mentirosillo.
Se sentaron en el suelo del salón porque el sofá estaba lleno de ropa suya. Bebieron en silencio un rato, mirando la ciudad por las ventanas.
—¿Y tu mamá? —preguntó él de pronto.
Elena apretó la lata.
—No hablemos de eso.
Jasper no insistió. Conocía esa mirada desde niños: cuando Elena cerraba la boca, era mejor no abrirla por ella.
—Vale. Entonces hablemos de reglas reales —dijo él, recostándose contra la pared—. Nada de traer ligues sin avisar. Nada de dejar platos sucios. Y nada de enamorarse del roommate.
Elena soltó una carcajada que sonó más amarga que divertida.
—¿Enamorarme de ti? Por favor, Hernández. Prefiero enamorarme del metro en hora punta.
Él sonrió de lado, esos ojos café clavados en los suyos.
—Famous last words, Lena.
La ciudad seguía rugiendo afuera. Adentro, el aire ya empezaba a pesar más de lo normal. Ninguno de los dos lo dijo, pero los dos lo sintieron.
Reglas que se quiebran solas
Elena se despertó a las cinco y media porque el maldito vecino del 6C puso reggaetón viejo a todo volumen. Maldijo en voz baja, se dio la vuelta en la cama y se tapó la cabeza con la almohada. Media hora después se quedó así, peleando con el sueño, hasta que se rindió. Se levantó, se puso una camiseta vieja de Jasper que encontró en el cesto (olía a él y eso la molestó más de lo que quería admitir) y salió al pasillo en bragas y calcetines.
El apartamento estaba en silencio. La puerta del cuarto de Jasper entreabierta, la cama hecha a medias. Otra vez se había ido temprano al restaurante.
En la cocina había una nota nueva, esta vez en servilleta de papel:
“Turno doble hoy. Llego muerto. Si sobra café, te debo la vida. – J.”
Elena sonrió sin querer. Puso la cafetera, abrió las ventanas y dejó que el aire frío de noviembre le golpeara la cara. Nueva York olía a asfalto mojado y pan recién horneado. Se sirvió una taza grande, se sentó en la encimera y abrió su laptop para adelantar un renderizado que tenía que entregar el viernes.
A las diez ya había limpiado el baño, doblado la ropa de los dos, comprado frutas en la bodega de la esquina y preparado un sancocho que olía hasta el pasillo. No era por él. Era porque odiaba el desorden. Se repetía eso mientras picaba cilantro.
A las nueve y cuarto de la noche la llave giró en la cerradura.
Jasper entró arrastrando los pies, el pelo castaño pegado a la frente por el sudor, la camiseta negra manchada de salsa y los ojos café rendidos. La vio parada frente a la estufa removiendo la olla y se quedó quieto en la puerta.
—¿Qué carajo hiciste, Vargas?
—Sancocho. Siéntate antes de que te caigas.
Él soltó la mochila en el suelo, se quitó los zapatos de una patada y se dejó caer en la silla como si le pesara el cuerpo entero.
—Huele a mi abuela en Navidad. Joder, Lena…
Ella le puso el plato delante. Jasper cerró los ojos al primer bocado y soltó un gemido bajo que le erizó la piel a Elena sin permiso.
—Te odio. En serio. ¿Cómo voy a volver a comer ramen después de esto?
—Aprendiendo a cocinar, tal vez.
Él levantó la vista, la miró fijo.
—¿Por qué haces esto?
Elena se encogió de hombros, removiendo su propio plato.
—No sé. Me gusta que el lugar huela a comida de verdad. Me relaja.
Jasper siguió comiendo en silencio un rato. Cuando terminó, empujó el plato vacío y se recostó en la silla.
—Gracias. De verdad. Hoy fue una m****a de día. El chef me tuvo pelando papas ocho horas seguidas.
Ella se levantó para servirle más. Al pasar por detrás de él, Jasper le agarró la muñeca sin pensarlo.
—Ey.
Elena se detuvo. Él no la soltó.
—Quédate un rato. No te vayas a encerrar todavía.
Ella se sentó de pronto le temblaban las piernas. Se sentó de nuevo. Jasper soltó la muñeca, pero sus dedos rozaron la palma de ella un segundo de más.
—¿Sabes qué es lo peor? —dijo él, voz ronca—. Que esto se siente demasiado bien. Tú aquí, cocinando, esperando… como si fuéramos… no sé.
—No digas pareja, que te mato.
Él soltó una risa cansada.
—No iba a decir pareja. Iba a decir hogar.
El silencio se instaló pesado. Elena jugueteó con la cuchara. Jasper se levantó, rodeó la mesa y se paró detrás de ella. Le puso las manos en los hombros y empezó a masajear despacio. Sus dedos fuertes, calientes, oliendo a ajo y a cansancio.
—Tensa como cable de acero, pelirroja.
Elena cerró los ojos. No se movió. El masaje bajó por la nuca, rozó la piel justo donde la camiseta se había subido un poco. Sintió la respiración de él en su pelo.
—Jasper…
—Shh. Solo estoy agradeciendo.
Pero sus manos bajaron un poco más, rozando los brazos. Elena giró la cabeza y lo miró. Sus caras estaban a centímetros. Los ojos café de él bajaron a la boca de ella, subieron otra vez.
—Tenemos una regla, ¿recuerdas? —susurró ella.
—Reglas estúpidas —respondió él, voz grave.
Ninguno se movió para romper la distancia. El corazón de Elena latía tan fuerte que estaba segura de que él lo oía.
Entonces sonó el teléfono de Jasper. El nombre “Laura” iluminó la pantalla sobre la mesa.
Él soltó los hombros de Elena como si quemaran. Contestó caminando hacia su cuarto.
—¿Qué pasa, Laura? Sí… claro… mañana paso por allá.
Elena se quedó mirando el plato vacío. El calor en los hombros se enfrió de golpe.
Cuando Jasper volvió, ella ya estaba lavando los platos con furia.
—Era una amiga del restaurante —dijo él, apoyándose en el marco.
—No tienes que explicarme nada.
—Lena…
—Buenas noches, Jasper.
Se metió en su cuarto y cerró la puerta. Apoyó la espalda contra la madera y respiró hondo.
En el pasillo, Jasper se quedó mirando la puerta cerrada un rato largo. Luego murmuró para sí mismo:
—Mierda. Esto se va a ir a la m****a.
Y los dos sabían que ya había empezado.