Aquella fue, sin duda, una de las peores noches de su existencia.
Los hombres corpulentos que trabajaban para su tía no apartaron los ojos de Brenda ni un instante; la vigilaban como depredadores pacientes, respirando cerca, recordándole que no tenía escapatoria. El sueño no fue siquiera una opción: cada vez que intentaba cerrar los ojos, sentía esas miradas, penetrarle la mente, arrancándole cualquier rastro de calma. Eran miradas pesadas, oscuras, casi inhumanas… miradas que se clavaban en su piel hasta doler, que la hacían sentir diminuta, vulnerable, condenada. Miradas que nadie debería soportar, porque mantenerlas por demasiado tiempo te hacía creer que podrías morir ahí mismo… o, peor aún, desearlo.
No recibió las tres comidas del día. En realidad, apenas obtuvo una: un solo plato de sopa que tía Ángela, con su falsa decencia, tuvo a bien “ofrecerle”. Ni siquiera era casera; era una de esas sopas enlatadas, insípidas y miserables, compradas a última hora en cualquier supermercad