Tía Ángela clavó los ojos en Brenda con una intensidad venenosa, una mirada tan afilada que pareció rasgar el aire entre ambas. Brenda sintió un escalofrío ancestral, como si algo antiguo y perverso hubiese despertado detrás de esos párpados: no una mujer, sino un demonio vestido de sangre y memoria, respirando dentro de un cuerpo familiar.
—Porque tu madre siempre tuvo el camino despejado —murmuró Ángela, con una sonrisa torcida que no alcanzó a sus ojos—. A mí me tocó sobrevivir entre ruinas. Qué ironía tan deliciosa tiene la vida, ¿no te parece? Siempre quise sentir bajo mis manos todo lo que le pertenecía a tu madre… su mundo, su destino, incluso su suerte. Pero hubo muros, uno tras otro, imposibles de escalar. La vida fue cruel conmigo, Brenda —añadió, bajando la voz, casi con ternura—, demasiado cruel para concederme la mujer que soñé ser desde el principio.
Tía Ángela se permitió una pausa calculada. Antes de desenterrar las verdades que llevaba años pudriéndose en el fondo de