Por un instante, a Brenda se le ocurrió una idea tentadora: imprimir todo, guardarlo en carpetas, esconder las copias en algún rincón secreto de la mansión y estudiarlas cuando por fin tuviera la cabeza fría para descifrarlas. Sería lo más sensato, lo más seguro. Una copia física no podía borrarse con una tecla.
Pero *p*n*s imaginó el sonido de la impresora —ese zumbido traicionero que siempre parecía más ruidoso en la noche— sintió que la sangre se le helaba.
La impresora del consultorio no era precisamente discreta. En el silencio profundo de la madrugada rugiría como un m*ld*t* tractor.
Johnny despertaría. Y si Johnny despertaba… Brenda ni siquiera se atrevió a completar el pensamiento.
—Imposible—se dijo, apretando los labios. —Sería firmar mi propia sentencia.
La idea murió tan rápido como había nacido. Ella tendría que arreglárselas sin papel, sin copias, sin red de seguridad. Solo ella, la computadora, y un secreto que parecía respirar detrás de aquella carpeta cerrada con cont