La mañana llegó con un sol inclemente que se colaba por las persianas de la villa, dibujando líneas doradas sobre las sábanas revueltas donde Daniela había pasado la noche dando vueltas.
El olor a café recién hecho flotaba en el aire, mezclado con ese aroma a limpieza y lujo que impregnaba cada rincón del lugar.
Los rayos de sol iluminaban motas de polvo que danzaban en el aire, revelando el desorden de la noche anterior: vasos de cristal con restos de alcohol, prendas de ropa esparcidas y las huellas de arena que habían traído de la playa.
Alexander estaba sentado en el balcón, con el torso desnudo y un teléfono en la mano. Los músculos de su espalda se tensaban bajo la piel bronceada mientras tecleaba algo con expresión concentrada.
La brisa marina movía levemente sus cabellos rubios, y en su nuca se podía distinguir una pequeña cicatriz blanca que contaba historias no reveladas.
—¿Dormiste bien? —preguntó, demasiado formal, sin apartar los ojos de la pantalla.
Daniela, con e