Daniela despertó con un dolor punzante en las sienes. El techo de concreto a medio construir mostraba varillas oxidadas que se retorcían hacia el cielo como garras. A través de las ventanas sin cristales, el viento salado de Cojímar traía el olor a mar mezclado con pintura fresca y sudor. Sus muñecas sangraban levemente bajo las bridas de plástico que la ataban a una silla metálica, colocada estratégicamente en el centro de lo que sería el penthouse de un edificio en construcción de 15 pisos.
—Ya despertó la princesa —dijo una voz áspera con acento de habanero.
Tres hombres rodeaban una mesa improvisada con cajas de madera. El más alto, con una cicatriz que le cruzaba el labio inferior y el tatuaje de una calavera en el cuello, apagó su cigarro contra el piso de cemento sin pulir.
—Tu novio tiene 48 horas para entregar tres Picassos y ese Miró que robó en Madrid —escupió cerca de su oído mientras le mostraba fotos en un teléfono—. Los de Miami no juegan, mi vida. O cumple, o te