El auto recorría la Carretera Central bajo un cielo teñido de naranja, dejando atrás el caos de La Habana. Daniela apoyaba la frente contra el vidrio templado de la ventana, sus dedos aferrados al borde del asiento como si aún temiera que todo fuera a desvanecerse. El viento cálido que entraba por las ventanas semiabiertas jugueteaba con su cabello despeinado, tan revuelto como los pensamientos que nublaban su mente.
—¿Qué pasará si la policía investiga? —la voz le quebró a mitad de la frase—. ¿Si encuentran los cuerpos?
Alexander mantuvo ambas manos firmes sobre el volante.
—Los cuerpos ya están en el fondo del mar, солнышко —respondió en un ruso suave antes de cambiar al español—. Todo está resuelto. Dimitri se encargó personalmente.
Su mano derecha encontró la de ella sobre el asiento, entrelazando sus dedos con firmeza para calmar los temblores involuntarios que aún recorrían sus miembros. Notó cómo las uñas de Daniela, normalmente impecables, estaban mordidas y desiguales.
—Dimit