El jet privado aterrizó en la oscuridad, sus luces de navegación parpadeando como ojos de depredador en la noche. Alexander descendió las escaleras con pasos medidos, su abrigo negro ondeando como alas de cuervo contra el viento cálido de México. La camioneta blindada lo esperaba con los motores rugiendo, el escape emitiendo nubes de humo que se mezclaban con la neblina matutina.
—Bodega siete —ordenó al conductor sin mirarlo, sus ojos fijos en el horizonte donde comenzaba a asomarse el primer destello del amanecer.
El interior de la bodega olía a desinfectante y sangre. Laura yacía en un colchón improvisado, envuelta en una manta militar, sus dedos temblorosos alrededor de una taza de té. Cuando Alexander entró, un sollozo escapó de sus labios agrietados, sus ojos hinchados reflejando el terror de las últimas horas.
—Shhh —murmuró Alexander, arrodillándose a su altura con movimientos calculados para no asustarla—. Daniela te espera. Está desesperada por verte. No ha dormido desde que