El teléfono de Daniela vibró en la madrugada, rompiendo el silencio de la casa en Santa Cruz del Norte. La voz entrecortada de Doña Mercedes, su antigua vecina en Matanzas, le heló la sangre:
—¡Mi niña, tu casa! ¡Se prendió fuego como si el diablo soplara!
Alexander dormía profundamente en la habitación contigua, agotado tras la noche de vigilancia. Daniela dejó una nota escrita a prisa sobre la mesa de la cocina: "Emergencia en Matanzas. Vuelvo al mediodía. Cuida a Pitri."
(...)
El olor a humo todavía impregnaba el aire cuando Daniela estacionó frente a lo que quedaba de su casa en Matanzas. Las paredes ennegrecidas se alzaban como un esqueleto carbonizado, los marcos de las ventanas retorcidos por el calor. Vecinos curiosos murmuraban en la calle mientras los bomberos daban los últimos retoques a la escena.
—Fue anoche —le explicó la señora Rodríguez, la dueña de la bodega de la esquina—. Vimos a unos hombres salir corriendo en una moto. Dejaron esto clavado en la puerta.
La