El sol del mediodía reverberaba sobre los coloridos pabellones de Connie Island cuando el ataque ocurrió. Pitri acababa de subir al famoso carrusel de caballos de madera, eligiendo un corcel blanco con crines doradas desgastadas por el tiempo. Alexander, con la espalda apoyada contra una columna cercana, escaneaba la multitud con mirada clínica mientras Daniela tomaba fotos del niño.
—¡Papá, mira! —gritó Pitri en ruso puro, sin acento, mientras el carrusel comenzaba a girar—. ¡Soy un cosaco!
Alexander apenas tuvo tiempo de sonreír antes de verlo. Roberto, disfrazado con una gorra de béisbol y gafas oscuras, avanzando entre la multitud con tres matones que olían a ron barato y violencia.
Todo sucedió en segundos.
Roberto hizo un gesto con la cabeza. Dos de los hombres se dirigieron a Daniela, bloqueándola contra un puesto de algodón de azúcar mientras el tercero, un tipo con cicatrices de navaja en el cuello, se abalanzó hacia el carrusel.
—¡PITRI! —rugió Alexander en ruso, pe