La pantalla del ordenador proyectaba una luz azulada en el rostro cansado de Alexander. Faltaban veinte minutos para la videollamada con Dimitri y necesitaba asegurarse cada movimiento. Las cortinas del estudio estaban completamente cerradas, creando una atmósfera claustrofóbica que coincidía con su estado de ánimo. Marcó el número cifrado que solo usaba en emergencias, los dedos temblorosos por la mezcla de ira y desesperación contenida.
—Larsen —respondió la voz británica al tercer tono, con ese acento de Oxford que siempre le resultó irritante—. Estaba empezando a pensar que te habías olvidado de mí.
Alexander no perdió tiempo en formalidades. Su voz sonó ronca por la falta de sueño.
—Tú me metiste en este lío. Greco, el Lam, todo. Sabías el riesgo y me lo ocultaste. Ahora Dimitri tiene a mi hijo en la mira y la casa de Daniela es cenizas.
Un silencio incómodo llenó la línea. Alexander podía casi escuchar los engranajes girando en la mente del agente británico.
—¿Qué quieres