El aroma a ajo y hierbas frescas invadió el apartamento cuando Daniela abrió la puerta de su cuarto.
Las luces estaban bajas, sustituidas por el titilar de docenas de velas colocadas estratégicamente. Sobre la mesa, un mantel limpio (algo que rara vez usaban) sostenía dos copas de vino y platos de porcelana que ella no recordaba tener.
Roberto apareció desde la cocina, con un delantal manchado de salsa y una sonrisa que le hacía recordar por qué alguna vez se había enamorado de él.
—Justo a tiempo —dijo, secándose las manos— Los espaguetis ya están en su punto, y la salsa agridulce, justo como te gusta.
Daniela se quedó paralizada en el umbral de su cuarto. Su melena despeinada y una tira del ajustador asomando en uno de sus hombros delataban que acababa de despertar de una siesta inesperada.
—¿Qué es esto? —preguntó, frunciendo el ceño mientras observaba la escena cuidadosamente preparada.
—Cena —respondió él, como si fuera lo más normal del mundo—. Pensé que merecías algo