El reloj marcaba las siete de la mañana cuando Isabella despertó en la habitación de su hotel en Zúrich. Afuera, una luz pálida anunciaba el comienzo de un día frío, con la nieve cubriendo las aceras y los árboles desnudos. Su cuerpo dolía levemente: la tensión de la noche previa en el hospital se había instalado en cada músculo. Aún recordaba la silueta fugaz en el pasillo, el sobre anónimo sobre la almohada de su padre, la sensación de ser observada que la estremecía. No había dormido. Ahora debía enfrentar el día con determinación.
Se vistió con calma: un abrigo cálido, bufanda y guantes. Antes de salir, marcó un número y esperó en silencio hasta que Dani contestó por videollamada, con el rostro iluminado por la pantalla en la penumbra de su propio despacho.
—Buenos días, Isa —saludó Dani—. ¿Cómo amaneces?
—Cansada, pero decidida —respondió ella mirando la pantalla—. Anoche vi algo… como si me observaban, no quiero precipitarme, pero presiento que mi padre está en más peligro que i