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Capítulo 22 — El que abre los ojos

NOLAN

La atmósfera en la cabina es pesada, densa, saturada de silencios. Cada instrumento, cada luz parece pesar como un recordatorio de lo que ha sucedido.

Lo siento en cada respiración, en cada movimiento. El silencio entre los anuncios de vuelo es ensordecedor.

Mila se ha ido. Ella sigue en este avión, pero su ausencia emocional es palpable, y con ella, una parte de mí que ya no logro alcanzar.

Permanezco ahí, inmóvil, con las manos sobre los controles, frente al cielo infinito que se extiende ante mí. Y es como si la simple acción de Tania lo hubiera precipitado todo.

Sé que he cometido un error. Sé que la he empujado demasiado lejos esta vez, que he dejado que Tania se entrometiera donde no tenía cabida.

Pero lo que siento va más allá de la simple culpa. Es un vacío, un abismo que se abre bajo mis pies.

Las sonrisas de Tania. Sus gestos calculados. Su falsa seguridad. Todo eso me deja frío, indiferente.

Nunca quise eso. Nunca quise lastimarla.

Entonces, ¿por qué esta distancia helada entre nosotros? ¿Por qué este muro que ya no puedo cruzar?

Estoy perdido en mis pensamientos, incapaz de concentrarme en otra cosa que no sea este silencio ensordecedor dejado por su ausencia.

Y entonces, la escucho.

Su voz, a través del intercomunicador de la cabina.

Débil, apenas un murmullo en el estruendo interior. Pero resuena en mí como un trueno.

— Tania puede hacerlo. Solo está esperando, ¿no?

Un simple murmullo, y sin embargo, es un grito de dolor. Un grito que no quise escuchar. Que no supe escuchar.

Cierro los ojos, veo de nuevo su mirada herida, sus puños apretados sobre sus rodillas, y entiendo.

Entiendo que cada palabra que no dije ha sido una traición. Que cada silencio ha sido un arma. Que cada retroceso ha sido una derrota.

Y ahora, ella está allí, sola, luchando contra sus propios demonios, contra sus propias dudas, y no hago nada.

Me levanto de repente, tomado por una urgencia que ya no puedo ignorar. Activo el piloto automático, confiando el aparato a las manos expertas de mi copiloto por un momento.

No sé qué le voy a decir. No sé cómo reparar lo que he roto. Pero debo intentarlo.

Cruzo la cabina, ignorando las miradas curiosas de los pasajeros, los susurros que se elevan a mi paso.

Solo ella cuenta. Solo ella existe.

La encuentro al final del avión, sentada en un asiento plegable, con la cabeza baja, los hombros sacudidos por sollozos silenciosos.

Y me detengo.

Verla así me destroza. Me pulveriza.

Me acerco lentamente, dudando, temiendo dar un paso en falso más.

— Mila…

Ella no levanta la cabeza. Sus manos tiemblan sobre sus rodillas, y sé que está sufriendo. Sé que soy la causa.

— Lo siento, murmuro con voz ronca.

Por fin levanta la cabeza, y su mirada me golpea como una puñalada.

— ¿Lo sientes? suelta, con la voz temblando de ira. ¿Lo sientes? ¿Eso es todo lo que tienes que decir?

Cada palabra que pronuncia está cargada de rencor, de desilusión.

— Mila, yo…

— No, Nolan. Se acabó. No hay nada más que decir. De todos modos, nada había realmente comenzado entre nosotros.

Su tono es una mezcla de dolor y resignación. Entiendo que se ha preparado para este momento mucho más de lo que hubiera creído.

— Mila, te amo. Estoy dispuesto a todo por ti.

Ella sacude la cabeza, una risa amarga escapa de sus labios.

— ¿De verdad crees que eso es suficiente, Nolan? ¿Crees que algunas palabras pueden borrar todo esto? ¡Mira dónde estamos! ¡Mira lo que has dejado que suceda!

Bajo la mirada, avergonzado, incapaz de encontrar una manera de retenerla.

— No puedo seguir así, Nolan. No puedo vivir a la sombra de tus dudas, de tus silencios. Merezco más. Merezco a alguien que sepa lo que quiere y que luche por conseguirlo.

Su mirada es una tormenta, pero esta vez sé que no tengo control sobre ella.

— Ya me has perdido, murmura, y esta vez sé que es definitivo.

Se levanta, me da la espalda, y me quedo ahí, solo con el peso de mis errores, consciente de que acabo de perder a la única persona que realmente importaba.

Y esta vez, no sé si podré perdonarme.

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