MILA
He cerrado la puerta.
No fuerte. No bruscamente. Solo lo suficiente para que supiera que no iría a buscarlo.
¿Quería huir? Que huya.
Pero una vez que el silencio volvió, una vez que su ausencia se instaló en la habitación como un olor persistente, entendí: soy yo quien tiemblo.
No él.
Yo.
Me quedé allí, de pie, frente a esa puerta cerrada, con la respiración entrecortada.
Como si yo fuera la que había sido abandonada.
Mientras que soy yo quien dijo que no.
Soy yo quien lo dejé ir.
Y, sin embargo, esta noche me devora.
Me acosté sin desvestirme.
La cama era demasiado grande.
Demasiado fría.
Demasiado vacía.
Me quedé tumbada allí, mirando el techo, como si pudiera darme respuestas.
Como si las sombras sobre mi cabeza supieran mejor que yo lo que acababa de perder.
Él me miró con una rabia que nunca había visto en él.
Un fuego triste.
Un grito ahogado.
Y huí de esa mirada.
Huí de lo que despertaba en mí.
Creí que debía rechazarlo.
Que era lo correcto.
Que no podía ceder a… eso.
Pero