No hay forma de prepararte para una conversación en la que el amor de tu vida decide enfrentarse a la muerte con serenidad. Ninguna palabra, ningún juramento previo, ninguna promesa rota te enseña a respirar mientras la persona que amas elige sacrificarse por algo que ambos soñaron.
Cuando el doctor Graham entró en la habitación con su bata blanca y ese semblante que nunca anuncia buenas noticias, sentí un nudo subir desde el estómago hasta la garganta. Alice estaba recostada, con esa quietud que solo tiene quien ya tomó una decisión que no piensa discutir. Su piel pálida resaltaba aún más bajo la luz blanca del hospital, y sin embargo, había una fuerza en su mirada que me desarmó.
El doctor Phillips entró unos segundos después con un portapapeles en la mano. Se saludaron con una seriedad contenida y nos miraron a ambos, como si no quisieran ser los primeros en hablar.
Fue Alice quien rompió el silencio.
—No voy a sacrificar a mi bebé, doctor —dijo con una calma que me partió en dos—.