Cuando mis ojos abren, la luz del hospital me corta como una verdad que no se puede ignorar. Blanca, intensa, casi cruel. La siento filtrarse entre mis pestañas como si quisiera obligarme a ver mi realidad sin anestesia, sin posibilidad de escape. Oigo un pitido constante, rítmico, como el eco metálico de un corazón que se aferra a la vida.
Mi vida. La vida de mi bebé.
Quiero moverme, pero mi cuerpo pesa como plomo húmedo. Siento mis labios resecos, mi garganta arde como si hubiera tragado arena. Respiro, una vez, despacio. Luego otra. Todo duele. Todo pesa.
Y allí está él. Ethan.
Sentado a mi lado con los codos sobre las rodillas, la cabeza hundida en las manos, como si el mundo hubiese decidido desplomarse sobre él mientras yo dormía. Hay lágrimas secas sobre sus mejillas, una sombra más oscura bajo los ojos, y cuando siente que me muevo, levanta el rostro. Me mira. No como antes. No como en la boda, ni como en el ensayo donde todo era luz, flores, promesas y risas.
Me mira como si