Nunca pensé que la noche de la revelación terminaría con la casa tan silenciosa…
Un silencio que no era de celebración agotada, sino de algo suspendido en el aire, tenso, invisible, como si las paredes mismas supieran que algo se había roto un poco adentro de ella… o de nosotros.
Alice estaba dormida —o fingiendo estarlo— con la espalda hacia mí.
Su respiración era suave, pero no tenía el ritmo de un sueño profundo.
Y yo… yo tampoco podía dormir.
Tenía la imagen de ella subiendo las escaleras con los ojos vidriosos clavada en la cabeza.
No pregunté en ese momento. No quería arruinarle la noche después de ver su rostro iluminarse cuando la nube rosa explotó sobre nosotros y todos gritaron “¡Niña!”.
Ella me abrazó fuerte, temblando de emoción, riéndose mientras yo le repetía que lo sabía, que siempre lo había sabido.
Pero después… algo pasó.
Algo que no logré ver.
Algo que la quebró lo suficiente como para que no me dejara entrar.
Y esa mujer arrogante, la rubia del vestido dorado que v