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Capítulo 5- SOMBRAS SOBRE EL SENA

El Sena brillaba bajo la luz suave de la tarde parisina, y la ciudad parecía contener la respiración ante mi presencia y la de Alice Miller. La veía desde la distancia mientras caminaba por el balcón del hotel, con unos  pinceles en mano, Mientras. La luz dorada acariciaba su cabello recogido, se veia tan natural cada movimiento suyo parecía un gesto calculado y a la vez espontáneo, delicado y feroz al mismo tiempo. Una melodia se escuchaba a lo lejos.

Mi pecho se apretó sin que pudiera evitarlo. Nunca había sentido una atracción tan intensa y, al mismo tiempo, tan difícil de descifrar. Cada pequeño movimiento suyo era una confesión silenciosa, una ventana a su alma que yo quería descubrir, aunque tuviera prohibido mostrar mis cartas demasiado pronto.

—Elle est fascinante —susurré para mí, sin apartar los ojos.

No debía acercarme demasiado. No aún. Tenía un plan. Esta tregua en París era mi oportunidad de mostrarle que yo no era solo arrogancia, que yo podía ser su refugio, su tentación, su desafío. Pero ella no debía saberlo todavía. El arte, la pasión y la ciudad misma eran mis aliados, y cada instante junto a ella era un paso más cerca de conquistarla.

Cuando bajamos a la reunión de inversores a primera hora del día siguiente, observé cómo Alice olvidaba una lista en su habitación. Sonreí por dentro; todo formaba parte del juego que sin darse cuenta ya comenzaba. Yo olvide mi telefono, ire por el.

—Dame tus tarjetas, yo busco la lista en tu habitación —le dije, mientras ella me miraba con esa mezcla de confianza y curiosidad—. Adelántate con los inversores, Alice. Yo me encargo de esto.

Su sonrisa fugaz me recorrió como electricidad. Sabía que confiaba en mí, aunque no tenía idea de mis verdaderas intenciones. Subí a su habitación con el celular en mano, y allí, junto al balcón, vi algo que hizo que mi corazón se detuviera por un instante.

El caballete y su pintura. El título apenas visible: “Lumières de l’âme”. Una acuarela intensa, llena de vida y emoción, que llevaba cada uno de sus matices directamente a mi estómago. Firmada con una A elegante y segura, la misma inicial que podía haber pertenecido a cualquier artista consagrado… pero la energía, la fuerza y la delicadeza del trazo eran inconfundibles.

“¿Es posible…?”, pensé mientras mi mente luchaba por procesar lo que veía. No podía creer que todo ese talento estuviera oculto. La forma en que ella mezclaba luz y sombra, emoción y técnica… era como mirar directamente a un corazón desnudo. La Aurora desconocida que había admirado en mi colección, esa esencia que me había cautivado en Londres, parecía estar frente a mí, con ojos verdes y cabello castaño, respirando y pintando su verdad.

—Alice… —murmuré apenas para mí mismo, con un hilo de voz que ni siquiera esperaba que me escuchara—. Tienes un potencial increíble… y no debería haberlo descubierto así.

Saqué la carpeta y bajé a la reunión, pero cada minuto que hablaba con los inversores, cada análisis de cifras y estrategias, no podía apartar los ojos de ella. De repente, Alice dejó de ser solo una asistente que queria conquistar en París; se había convertido en una obra que debía estudiar, entender y, en secreto, proteger.

Cada vez que la veía hablar con pasión sobre arte, explicar un concepto, reaccionar con entusiasmo a una obra, sentía un deseo que no era solo físico. Era admiración, fascinación y algo más oscuro, más profundo. Quería poseer cada aspecto de su mente, cada chispa de su creatividad, cada suspiro que escapaba sin que lo notara.

—Elle est plus que magnifique —pensé, mientras su rostro se iluminaba con cada palabra—. Y yo… debo controlarme. no debo precipitarme. Cada gesto, cada mirada, cada conversación… todo forma parte del plan. Debo acercarme, provocarla, dejar que desee mi presencia tanto como yo deseo la suya.

Pero había algo más. Algo que me molestaba y me excitaba a la vez: ella no se dejaba intimidar. Cada cumplido que le hacía se transformaba en una sonrisa con desafío; cada observación mía se respondía con ingenio, ironía, a veces frialdad calculada. Era imposible acercarse a ella sin sentir que te desarmaba y, al mismo tiempo, te atraía como un imán.

—No puedo… no debo —me repetí mientras observaba cómo se movía entre los inversores con naturalidad y pasión—. Pero debo descubrirlo todo. Su talento, su alma, sus límites… y mis límites.

La primera semana en París fue un delicado equilibrio entre trabajo y deseo contenido. Las cenas eran formales, las reuniones rigurosas, pero los momentos robados en pasillos, en balcones, en la galería vacía… eran campos de batalla silenciosos. Yo sabía que cada gesto mío, cada mirada prolongada, cada comentario con doble sentido, dejaba una marca en ella. Y yo sentía la misma presión: cada movimiento suyo, cada sonrisa, cada desafío, me obligaba a controlarme, a medir mis acciones, aunque la tensión entre nosotros era casi insoportable.

Una noche, despues de regresar de la galería, la vi mirar hacia el Sena desde el balcón de su habitación. Sus ojos verdes reflejaban la luz de la ciudad, la pasión y la inquietud que sentía. Sabía que estaba intentando descifrar mis intenciones, y eso solo hacía que la necesidad de acercarme aumentara.

—Demain… mañana será otro día —susurré para mí, mientras  me metia a la ducha—. Mañana la conquistaré un poco más, sin que lo note. París será nuestra tregua, y yo jugaré cada carta cuidadosamente.  Esa noche intente leer un libro antes de irme a la cama. Pero mi mente no estaba en el libro; estaba en ella, en la Aurora desconocida, en la mujer que  durante tanto tiempo quise buscar por su arte y que ahora era la misma que había desarmado mi arrogancia con tan solo una mirada.

Y supe, sin duda alguna, que París sería solo el inicio de algo que ninguno de los dos podría controlar.

El aire de la galería estaba cargado de luz, colores y tensión. Alice se movía entre las obras con una naturalidad que me dejaba sin aliento. Cada gesto suyo, cada palabra que pronunciaba sobre los lienzos, hacía que deseara acercarme, tocarla, conocer cada pensamiento oculto detrás de esos ojos verdes que me miraban con desafío y curiosidad a la vez.

—Señor, ¿quiere ver esta pieza desde otro ángulo? —preguntó, señalando un cuadro que había adquirido hace poco. Su voz era suave, pero firme, y me recorrió como un susurro que me atravesaba el pecho.

Asentí, acercándome. Mientras caminábamos lado a lado, sentí el calor de su cuerpo, el aroma de su perfume, y cada paso mío parecía un combate silencioso entre la necesidad y la prudencia.

—Alice — Por favor ya no me digas Señor, solo llamame por mi nombre te lo he dicho. Le dije, con un dejo de voz más bajo de lo habitual—. Sabes que todo esto… todo lo que ves aquí, sería menos sin ti.

Ella me miró con un destello de incredulidad y una sonrisa que me desarmó. Por un instante, creí que iba a alejarse, pero en cambio, se inclinó ligeramente hacia mí, estudiándome con la mirada más intensa que había visto en su vida.

No dije nada. Solo quise que sintiera lo que estaba a punto de suceder.

Esa tarde, cuando la galería cerró, le propuse un paseo. Sin agendas, sin poses, sin pretensiones. Solo nosotros y París.

—Quiero que veas algo —dije mientras tomaba suavemente su mano—. Ven conmigo.

Sus ojos se abrieron, sorprendidos y desconfiados, pero la chispa de curiosidad la venció. Caminamos por calles empedradas, por la ribera del Sena, hasta llegar al Pont des Arts, el famoso puente de los candados. La ciudad estaba teñida de luz dorada, el reflejo del río parecía bailar con cada movimiento de su cabello.

—Es… hermoso —murmuró, apoyando su mentón en mi hombro mientras miraba los candados que tantos habían dejado como promesa de amor.

—Nada comparado contigo —le dije suavemente, y sentí cómo su respiración se aceleraba.

No había juego, no había arrogancia, solo sinceridad y elegancia. La tomé del brazo con cuidado, con una delicadeza que la hizo mirarme a los ojos.

—Alice… quiero que confíes en mí. Hoy, aquí, solo somos nosotros —susurré, mientras ella asintió ligeramente, sin palabras, con la mirada llena de emoción y miedo contenido.

El mundo desapareció alrededor de nosotros. París era solo un telón de fondo, el río, los candados, la brisa. Cada latido de mi corazón parecía coordinarse con el suyo. Me acerqué lentamente, midiendo cada reacción, cada parpadeo, cada leve movimiento de sus labios.

—Ethan… —susurró, y la tensión en su voz me hizo inclinarme aún más.

Y entonces la besé. No con prisa, no con necesidad de poses, sino con la certeza de que este beso derribaría todas las barreras que había construido. Sus labios eran cálidos, suaves, temerosos y decididos a la vez. Sentí cómo su cuerpo se relajaba contra el mío, cómo su respiración se mezclaba con la mía, y cómo la ciudad entera podía desaparecer sin que nos importara.

Cuando nos separamos apenas unos centímetros, sus ojos brillaban con un fuego que nunca había visto en ella. No dijo nada, y yo tampoco. No hacía falta. El mundo seguía allí, pero por un instante, éramos solo nosotros, y eso era suficiente.

Mientras caminábamos de regreso al hotel, aún tomados de la mano, una promesa silenciosa flotaba entre nosotros. Sabía que París era solo el inicio, del juego de la conquista, de la tensión y del deseo apenas comenzaba. Y mientras la veía sonreír tímidamente, supe que aquel beso había cambiado todo.

> “Alice, no sabes cuánto deseo que confíes en mí… y cuánto estoy dispuesto a esperar hasta que me permitas derribar cada muro que has levantado. Pero hoy, esta noche… te he ganado un poco de tu mundo. Y eso, solo eso, me basta… por ahora.”

El Sena brillaba a nuestro lado, testigo silencioso de un deseo contenido y de una pasión que prometía incendiar cada rincón de nuestras vidas.

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