Han pasado ya dos semanas desde que llegamos a París. Dos semanas de calles empedradas, cafés con aroma a croissant recién hecho, atardeceres que pintan la ciudad de tonos dorados y rosas, y encuentros fortuitos con Ethan que parecen demasiado casuales para serlo. Cada vez que lo veo, siento esa chispa que había intentado ignorar… la que me dice que estoy jugando con fuego.
Me detengo frente a una pequeña librería en Saint-Germain-des-Prés, contemplando los libros antiguos, con la excusa de mirar los títulos. Pero sé que él está allí, justo a unos metros, con su porte impecable, el traje gris que se ajusta como si hubiera sido hecho para él y esa mirada que lo atraviesa todo.
—Alice —dice suavemente, como si nuestras miradas ya hablaran por sí solas—, te esperaba aquí.
Mi corazón late con fuerza. “No puede ser casualidad”, pienso. Pero entonces una parte de mí sonríe. Una parte que sabe que, de alguna manera, está disfrutando el juego.
—Qué considerado —respondo, tratando de mantener