El reloj marcaba las seis de la tarde, pero en mi mente todo era oscuridad.
Desde que Isabelle pronunció esas palabras —“Estoy embarazada”—, no había podido pensar con claridad. Sonaban una y otra vez en mi cabeza, como una maldición.
La encontré la mañana siguiente en su apartamento, tan serena como si no hubiera lanzado una bomba sobre mi vida.
—Quiero que vengas conmigo —le dije.
—¿A dónde?
—A ver a un médico. Uno de mi confianza.
Su sonrisa se borró apenas terminé la frase.
—¿Acaso dudas de mí, Ethan?
—Dudo de todo lo que venga de ti —respondí, con el corazón en la garganta.
No protestó. Tal vez porque sabía que la duda ya me estaba destrozando.
Durante el trayecto al consultorio, no dijo una sola palabra. Iba observando la ciudad con ese aire distante, como si fuera la protagonista de un papel que ella misma había escrito.
El doctor Saenz , un viejo amigo de la familia, nos recibió con discreción. Cuando Isabelle entregó sus exámenes iniciales, él los revisó con el ceño f