El amanecer llegó despacio, con un resplandor tibio que se filtraba entre las cortinas. El aire olía a café recién hecho y a recuerdos que no terminaban de marcharse. No dormí mucho. Mi mente era un rompecabezas que empezaba a encajar, pero cada pieza traía consigo un dolor distinto.
Escuché pasos en la terraza.
Era mi padre.
Lo observé unos segundos antes de acercarme. Tenía el cabello algo despeinado, las manos firmes alrededor de una taza de café y la mirada perdida en el horizonte.
Esa misma mirada que alguna vez busqué de niña… sin encontrarla.
—Papá… —dije con voz temblorosa.
Él giró lentamente. Sus ojos se suavizaron al verme, como si me estuviera viendo por primera vez después de una vida entera.
—No sabes cuánto esperé escucharte decirme así otra vez —murmuró.
Nos quedamos en silencio. Afuera, los árboles se mecían como testigos del reencuentro.
—Hay algo que necesito entender —dije al fin—. ¿Por qué nos dejaste? ¿Por qué me hiciste crecer sin ti?
David dejó la taza sobre