motor del jet era un ronroneo constante que me clavaba en la piel la urgencia de todo. Miré a David a mi lado, a Elena detrás con las manos entrelazadas sobre el bolso —la tensión en su mandíbula era la única confesión de su miedo—, y supe que no podíamos fallar. Isabelle, desde Londres, nos había dado la llave para abrir la caja de mentiras que sostenía el imperio de Margot. Ella se quedaría a tensar la cuerda desde dentro; nosotros debíamos movernos rápido hacia donde más dolía: Nueva York y el corazón de ella, Alice.
Marcus hizo lo que le pedí: preparó el jet con silencio, sin listas innecesarias, sin avisos. No necesitábamos ruido cuando el mundo aún estaba atento. Tyler aguardaba en Manhattan, con la casa de campo lista y blindada, y los nuevos guardias en posiciones. Isabelle tendría recursos en Londres; nosotros traeríamos la ley, la estrategia y, sobre todo, la verdad.
Cuando el avión tocó la pista, mis manos iban y venían sobre el asiento como si necesitara tocar cosas reales