El reloj del hospital ya no marcaba las horas. Solo el peso del tiempo.
Habían pasado tres meses desde el accidente, tres meses desde que escuché por última vez su voz, tres meses desde que mis manos la sostuvieron entre la vida y la nada.
El hospital de Nueva York tenía ese olor a desinfectante y a flores que mueren demasiado rápido. En la habitación 407, el aire siempre era el mismo: tibio, silencioso, suspendido entre el pitido del monitor y el sonido del respirador. A veces creía que si me quedaba quieto, podía escuchar su alma respirando por debajo de todo eso.
Alice. Su nombre seguía siendo mi ancla.
Todas las mañanas, a las siete, el mismo ritual: entraba con un ramo de lirios blancos —los únicos que parecían resistir la rutina del hospital—, abría las cortinas para que la luz del amanecer la tocara y me sentaba junto a su cama.
Ella seguía allí. Hermosa, inmutable, con esa fragilidad que parecía ajena a la vida misma.
Le leía.
Primero fueron los clásicos que tanto amaba —Monet