Nunca olvidaré el sonido del monitor. Ese pitido largo, seco, desgarrador.
El mundo se detuvo.
—¡Está en paro! —gritó alguien—. ¡Código azul, quirófano de emergencia!
Y mi corazón simplemente… colapsó junto con el suyo.
Corrí tras la camilla mientras el pasillo del hospital se llenaba de voces y pasos apresurados. Los médicos empujaban el cuerpo de Alice, tan frágil, tan inerte, conectada a cables y tubos, mientras yo solo podía mirar, impotente, como si mi alma fuera arrastrada junto con ella.
—¡Por favor, sálvenla! —mi voz no sonaba a mí—. ¡Hagan lo que sea!
Una enfermera me detuvo justo antes de que cerraran las puertas del quirófano.
—Señor, no puede entrar.
Quise apartarla, gritar, romper la puerta si era necesario. Pero mis piernas dejaron de responder. Solo pude quedarme allí, con el pecho abierto en un agujero invisible, observando cómo la puerta metálica se cerraba y me dejaba del otro lado.
El reloj del pasillo marcaba las 4:07 p. m. Las manecillas no se movieron más para mí