La casa nunca se había sentido tan grande hasta que regresé con los niños.
Es curioso cómo un mismo lugar puede transformarse sin mover un solo mueble:
antes era hogar, ahora es eco.
Han pasado ya dos meses desde que Alhara fue dada de alta. Richard volvió a correr por el pasillo con carritos en la mano, la risa vuelve a existir dentro de estas paredes… pero yo no. Yo solo me muevo, existo, funciono. No vivo. No mientras Alice duerme en una cama blanca bajo un techo estéril, lejos del sonido de su hijo riendo, del perfume tibio de su hija recién bañada, lejos de mi voz susurrándole que la necesito aquí.
Las noches son suaves y violentas al mismo tiempo. Suaves porque me quedo dormido con Richard abrazado a mi cuello y Alhara respirando pequeñito a mi lado. Violentas porque al despertar extiendo la mano buscando el cuerpo cálido de mi esposa… y solo encuentro frío. Frío en la almohada, frío en mi pecho, frío en mi alma.
Y entonces vuelvo a empezar.
Me levanto, preparo biberones, desay