Han pasado ya treinta y cuatro días desde que Alhara fue dada de alta. Un mes completo desde que cargué por primera vez a mi hija fuera del hospital sin Alice a nuestro lado. Desde entonces la vida se ha vuelto una ruleta silenciosa y monótona que gira sin detenerse, arrastrándome con la misma pregunta clavada en mi pecho:
¿Cuánto tiempo más seguirás dormida, amor?
Mis mañanas comienzan siempre igual. El sonido diminuto del monitor de bebé en mi mesa de noche anunciando que Alhara ya está despierta. Richard entra corriendo al cuarto y se lanza sobre la cama para besarla, como si necesitara recordarle al mundo que él también la espera, que él también la ama. Yo me levanto casi mecánicamente, cargo a la niña, Sara prepara un biberón mientras Richard se sienta en la mesa dando golpes con la cucharita sobre el plato, impaciente por sus cereales. A veces lo regaño. A veces simplemente lo veo y sonrío porque no tengo fuerzas para más.
—Papá, ¿mamá ya despertó? —pregunta siempre, que estamos