Cuando el ascensor se cerró frente a mí, sentí cómo un frío metálico se me alojaba en el pecho. Era la tercera vez en dos semanas que estaba en ese hospital y, de todas, esta había sido la peor.
No por el dolor.
No por el mareo que casi me hizo caer en el pasillo.
Sino por lo que el doctor Graham había dicho con esa calma quirúrgica que siempre me ha parecido insoportablemente cruel en los médicos:
“El tumor ha crecido. Es más agresivo de lo que esperábamos. El riesgo ha aumentado a un 70/30. Necesitamos intervenir después de la boda. No puede esperar más.”
Setenta sobre treinta.
Mi mente lo repetía como una sentencia.
Setenta probabilidades de… no seguir aquí.
Treinta de aferrarme a la vida.
Tragué. Sentí las lágrimas quemar detrás de mis ojos, pero no se lo permití.
Hoy no.
Hoy no iba a llorar.
Tenía un día importante.
El último antes de probarme el vestido de novia.
El último antes de mirarme al espejo y decir: “Lo lograste, Alice. Llegaste hasta aquí.”
Respiré hondo y me repetí co