El interior de la ambulancia vibraba con el traqueteo del asfalto mientras las luces rojas y azules parpadeaban en el exterior como un corazón desbocado. Isabella estaba sentada junto a la camilla, con las manos aferradas a las de Leonardo, que yacía inconsciente, el rostro amoratado por los golpes y una herida profunda aún sangrante en el costado izquierdo.
—Resiste, amor... —Susurraba ella, con lágrimas cayéndole sin control—. No me dejes, no ahora. Leonardo, te necesito. Tú me enseñaste a amar, me enseñaste a no rendirme… ¿Cómo voy a seguir si tú te vas?
El paramédico que iba a su lado, un hombre de unos cuarenta años con rostro curtido por años de urgencias, movía con precisión las herramientas médicas. Llevaba un auricular con micrófono, informando a la base de cada detalle. Otro joven paramédico, de rostro serio y ojos decididos, estaba junto al monitor cardíaco.
—Presión cayendo... 80 sobre 50 —informó con rapidez.
—Tiene una herida punzante en el costado, hay pérdida activa —d