La humedad del amanecer se filtraba entre las rendijas del viejo galpón abandonado. El olor a combustible impregnaba el aire, mezclado con el sudor, la sangre seca y el miedo. Una débil luz gris se colaba por los ventanales rotos, iluminando apenas los rostros de los presentes. Atados a sillas metálicas, Leonardo y Mario permanecían inmóviles. Isabella, también atada, había dejado de llorar, pero sus ojos seguían rojos. Andrés luchaba por entender lo que estaba pasando.
-¡Victoria! —exclamó Andrés, mirando a la mujer que se encontraba a pocos pasos, con la desesperación pintada en el rostro—. ¿Qué está ocurriendo? Mario, diez centavos, ¿qué tiene que decir Victoria?
Mario bajó la cabeza; las lágrimas le corrían por las mejillas. Victoria temblaba. Miró a Leonardo, su hijo, con los labios apretados y el corazón destrozado.
—Perdóname, hijo... —Susurró, la voz quebrada, los ojos empañados por el llanto.
Leonardo alzó la mirada. Estaba golpeado, el rostro hinchado, el labio partido. Aun