La sala de espera del hospital estaba sumida en un silencio tenso, apenas interrumpido por los pasos nerviosos de Isabella, que caminaba de un lado a otro sin poder quedarse quieta. Sus manos se entrelazaban, se soltaban, volvían a buscarse. Sus ojos, cargados de angustia, no dejaban de mirar hacia la puerta de quirófano, como si con solo desearlo pudiera ver a través de ella.
Victoria, sentada en un rincón, rezaba en silencio, con las manos unidas y los labios murmurando plegarias que solo ella podía escuchar. Mario estaba a su lado, tomándole la mano, sin decir nada. La acompañaba en su oración, en su fe, en su miedo.
Santamaría, apoyada contra una pared, tenía la mirada clavada en el suelo. Su rostro, duro y marcado por los años y las decisiones equivocadas, ahora lucía vulnerable. Nadie podía negar que estaba destrozado. Rosa y Samuel, sentados juntos, veían a su hija con profunda preocupación, sin saber cómo calmarla.
—Hija —dijo Rosa con suavidad, levantándose y acercándose a Is