Mientras conducía a gran velocidad por la misma carretera que lo había traído hasta allá, una sola frase martillaba en la mente de Santamaría, repitiéndose como un eco feroz, como una oración desesperada:
—¡Que no sea demasiado tarde! —gruñó con los dientes apretados, mientras apretaba el volante.
Victoria, sentada a su lado, iba rígida, sus dedos crujientes sobre sus rodillas, la mirada fija en el parabrisas, pero sin ver nada. Estaba completamente inmersa en sus pensamientos, en su angustia, en esa sensación asfixiante que la invasión al imaginario a su hijo debatiéndose entre la vida y la muerte.
El viaje fue largo, insoportable, con el silencio como único acompañante, interrumpido solo por el rugido del motor.
Cuando por fin llegaron al hospital, Victoria no esperó a que el vehículo se detuviera por completo. Apenas Santamaría frenó, ella se lanzó fuera del auto, con el corazón desbocado, y corrió por la entrada principal del hospital.
—¡Leonardo! —susurraba, jadeando, mientras su