El sonido del motor de mi coche apenas se apagó antes de que abriera la puerta con brutalidad. Salí como un huracán. Mis pasos resonaban en la entrada de la casa y mi corazón martilleaba en el pecho, una mezcla asfixiante de miedo, rabia y culpa. Ardía por dentro. Quemaba.
—¿Dónde está? —murmuré entre dientes, notando cómo la mandíbula se me tensaba.
Cuando entré en el salón, mis ojos fueron directos a Fernando. Tenía a un hombre inmovilizado en el suelo, esposado, con las manos atadas a la espalda. Un corte en la ceja del cabrón dejaba caer un hilo de sangre, pero no me provocó ni un gramo de lástima. Al contrario. Me dieron ganas de hacerle mucho más.
—¿Es él? &mda