Llegué a casa con el cuerpo cansado y la mente dando mil vueltas. En cuanto empujé la puerta del salón, me encontré con Alessandro tirado en el sofá. Llevaba una camiseta negra, un pantalón de chándal y tenía un aire... abatido. Apoyaba la cabeza en la mano y tenía los ojos medio cerrados, como si intentara mantener la atención en algo de la tele, pero sin conseguirlo.
Levantó la mirada un segundo al oír la puerta. Nuestros ojos se cruzaron, pero yo no dije nada. Seguí andando, directa hacia las escaleras.
—Larissa —murmuró, pero su voz sonaba ronca y demasiado débil.
Hice como si no lo oyera. Continué, paso a paso, hasta que, a mitad de la escalera, escuché que empezaba a toser. Fuerte. De esa forma que yo ya conocía.
Me quedé quieta en el penúltimo peldaño y cerré los ojos.
«No es mi problema. Ya no», pensé, intentando convencer a mi corazón.
Pero era raro… Alessandro casi nunca enfermaba. Cuando lo hacía, sin embargo, siempre era de esa manera: fuerte, intenso, demasiado terco para