Bajé del coche y entré en la casa de mi padre, sintiendo el olor familiar de café con pan tostado.
—¿Doña Elza? —llamé por costumbre—. ¿Matheuzinho?
Silencio.
Un suspiro más. Esta vez de alivio.
Caminé hacia el pasillo y, justo en la curva de la cocina, me encontré con Guilherme que venía con una bandeja en las manos. Zumo, dos panes, un cuenco con fruta troceada... el cariño en los pequeños detalles.
Él me vio y abrió un poco los ojos, sorprendido.
—¿Larissa?
Sonreí suavemente.
—Hola, Guilherme. ¿Todo bien?
—Todo bien... —me devolvió la sonrisa, tan simpático como siempre—. Qué alegría verte.
—¿Y tu madre? ¿Está bien?
—Sí. —Asintió con firmeza—. Le dieron el alta ayer. Está descansando bastante.
—¡Qué buena noticia! —dije con el corazón más ligero—. Se lo merece después de todo.
—Desde luego. ¿Quieres subir? Llevaba la merienda de tu padre.
Asentí y lo seguí. Subimos las escaleras y cuando llegamos al cuarto, abrió la puerta con cuidado. Mi padre estaba sentado en el sillón frente a