Me llevó hasta el sofá con sus brazos firmes alrededor de mi cintura. Todo era muy rápido y, al mismo tiempo, lento. Como si el mundo exterior se hubiera silenciado solo para que nosotros existiéramos allí, en nuestra burbuja de deseo, calor y urgencia.
Diogo me tumbó con cuidado, pero con aquel hambre contenida en la mirada. Sus labios aún estaban sobre los míos cuando se colocó entre mis piernas, su cuerpo presionando contra el mío con precisión. Yo ya no sabía dónde empezaba yo y dónde terminaba él.
Sus manos recorrían mis muslos, subiendo por debajo de mi vestido, hasta encontrar mi piel desnuda. Mi cuerpo reaccionaba a cada toque, como si ya se supiera el camino de memoria y lo echara de menos.
Y lo echaba de menos. Por mucho que quisiera mantener la distancia, algo en mí se calmaba cuando él estaba cerca… y, al mismo tiempo, ardía.
— Estás preciosa — murmuró él entre besos en mi cuello. — Ese perfume tan delicioso me tuvo muerto toda la noche.
Arqueé la cadera contra él, sintien