Cuando el auto finalmente se detuvo frente al hospital, abrí la puerta antes de que Diogo apagara el motor siquiera. Bajé corriendo, sintiendo mis piernas casi fallar a cada paso, con el corazón martillando fuerte en el pecho. Entré por las puertas de vidrio sin mirar a los lados, yendo directo a la recepción.
—Señorita, por favor, mi hijo... —mi voz salió desesperada, temblorosa. —Gabriel Martins Rocha... es un niño, llegó baleado junto con una mujer. ¡Necesito saber cómo está!
—¡Larissa, calma! —Diogo agarró mi brazo con cuidado. —Todavía te estás recuperando de la cirugía, tienes que ir con calma, por el amor de Dios.
Me solté con delicadeza, pero firme.
—¡No me importa! ¡Solo quiero saber si mi hijo está vivo!
La recepcionista, una mujer joven con mirada cansada, pareció reconocer el nombre. Escribió algo en la computadora.
—Gabriel Martins Rocha... correcto. Él y su acompañante ingresaron hace unos cinco minutos y fueron enviados directo al centro quirúrgico.
—¿Centro quirú