La noche tenía un color distinto.
No era negra, ni azul. Era gris plateado, como si la luna hubiese teñido el mundo con su aliento, y los objetos respiraran a escondidas. Luisa se despertó sin un sonido que la alertara, pero con la certeza —profunda, visceral— de que algo la había llamado.
Se sentó en la cama con lentitud. El cuarto estaba en penumbras. La brisa que entraba por la ventana no era fría, pero le erizó la piel. No por el aire… sino por lo que traía.
El colgante sobre su pecho latía con un pulso tenue, como un corazón dormido.
Se miró el antebrazo. La marca no brillaba.
Pero ardía.
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Bajó las escaleras en silencio, con una manta cubriéndole los hombros. La mansión estaba vacía de pasos, pero no de presencias. Los muros parecían susurrar entre sí. Sus pies descalzos se deslizaban por la madera como si temiera despertarla… a ella misma.
Al llegar al pasillo de los retratos antiguos, se detuvo.
Donde días atrás había un cuadro agrietado de una mujer sin nombre, ahora había