Narra Ruiz.No hay furia más pulida que la de un hombre humillado frente a su propio imperio.Ahí está. Sentada como si todavía creyera tener alguna carta en la mano. Como si no entendiera que el juego terminó el día que me robó no solo el dinero, sino los secretos. Los discos duros, Lorena. Eso es lo que realmente duele. Los códigos. Las rutas. Los nombres. Mi alma encriptada en ceros y unos. ¿Y encima te atreviste a encerrarme? A mí.Apoyo la palma en la mesa. No golpeo. No levanto la voz. Solo dejo que el silencio trabaje. Es un perro fiel cuando se lo alimenta bien.—¿Y ahora qué? —le digo, con la voz baja, como si estuviéramos compartiendo un secreto—. ¿Esperás que te dé las gracias por no haberme matado?No responde. Perfecto. Que trague saliva. Que recuerde el galpón oxidado donde me tuvo encadenado como un perro callejero. Que recuerde cómo me miraba mientras decidía si matarme o no. Que entienda que no me olvidé de nada.—Al final me eligieron —le digo, acercándome, bajando e
Narra Lorena.No hay barrotes visibles. No hay cadenas en mis muñecas. Pero el aire aquí dentro pesa como concreto húmedo. El encierro no siempre es un cuarto cerrado. A veces es una voz que te conoce mejor que vos misma, que susurra cosas que quisieras no recordar.Y Ruiz… él nunca olvida.Está parado frente a mí como un dios de guerra en su templo privado, vestido de negro, con ese brillo maldito en los ojos que siempre anuncia que algo está a punto de romperse. Tal vez una promesa. Tal vez yo.—No dijiste nada cuando te abrí la puerta —murmura, con esa voz sucia de poder que le arrastra las palabras como si acariciara la amenaza.—¿Qué esperabas? ¿Una reverencia? —le escupo, pero mi voz no tiene filo. Me traiciona. Él lo nota.Sus pasos suenan suaves, silenciosos, pero se acercan como un temblor bajo tierra. Se detiene a pocos centímetros, tan cerca que siento su perfume —esa mezcla imborrable de humo, madera quemada y algo salvaje que no tiene nombre— y también el calor de su cuer
Narra Ruiz.Me quedo un rato en la penumbra. El cigarro arde entre mis dedos como si tuviera más derecho que yo a respirar esta noche.La cama aún caliente detrás mío. El cuerpo de Lorena impregnando el aire con ese perfume que me confunde, que me arrastra, que me jode.Me jodió muchas veces, en muchos sentidos. Pero esta última... esta última no se la perdono.El celular vibra en la mesita. Uno de mis hombres. Uno que todavía respira por misericordia, no por mérito.—¿Qué mierda querés ahora? —escupo, sin dar margen para titubeos.—Jefe… la camioneta de Clarita apareció. Abandonada. Pero ni rastro de ella ni del maletín. Parece que se bajó en la terminal, hay cámaras, pero no sabemos si tomó algún micro.Aprieto el puente de la nariz con dos dedos. La paciencia es un lujo que no puedo permitirme.—Escuchame bien, imbécil. Tenés veinticuatro horas para encontrarla. Si no, te busco yo, y no vas a tener adónde escapar. Y te juro que lo que le iba a hacer a ella, te lo hago a vos… y sin
Narra Lorena.No hay reloj en la pared, pero siento que pasaron horas.Quizás días. O toda una vida.La habitación está diseñada para romperme. Demasiado suave. Demasiado blanca. Demasiado limpia. No hay barrotes, ni cadenas, ni candados… pero todo está cerrado.Hasta mi voluntad.Ruiz es un experto en encierros disfrazados de lujo. Lo sé. Me preparé para esto. Pero no esperaba sentir su lengua otra vez bajando por mi cuello, ni sus manos acariciándome como si aún me perteneciera. Y mucho menos… que me temblaran las piernas después.No.No voy a caer. No otra vez.Toco mis labios con la yema de los dedos, como si pudiera borrarlo. Como si pudiera arrancarme de la piel el sabor de su traición, del deseo torcido que sigue latiendo aunque me duela.La puerta se abre.Y entran ellas.Dos mujeres, vestidas de blanco, como si vinieran de un convento o de un culto silencioso. La primera es rubia, delgada, tan pálida que sus venas parecen tinta azul bajo la piel. La otra es morocha, más
Narra Lorena.Su boca baja por mi pecho con un hambre que no intenta disimular.No hay ternura. No hay disculpas. Hay poder, y deseo, y una furia mal disimulada que se mezcla con su respiración caliente sobre mi piel.—Esto que estás haciendo —le susurro, ahogada entre sus labios y sus manos—, no te convierte en el que ganó.—No, muñeca —responde, deslizando los dedos por mi vientre, lento, como si midiera el terreno—. Me convierte en el que volvió a tomar lo que le pertenece.Su mano derecha aprieta mi cadera, mientras la izquierda me sostiene el rostro, obligándome a mirarlo. Sus pupilas son un campo de batalla. Oscuras. Hirientes. Ardientes.—Yo no soy tuya, Ruiz —repito, pero mi voz suena como una mentira dicha al borde del gemido.—No —dice él—. Pero vas a volver a serlo. Aunque sea por esta noche. Aunque sea por las razones equivocadas.Me levanta en brazos con una facilidad que no debería tener alguien que carga tanto pecado en los hombros. Me lleva a la cama. Me deja c
Narra Ruiz.Me mira como si quisiera matarme.Y besarme otra vez.Y la entiendo. Yo haría lo mismo si estuviera en su lugar.Tiene los ojos cargados de furia, de miedo… y algo peor.Deseo.El deseo es una trampa jodida. Porque cuando sabés que no deberías sentirlo, arde más.Se tapa el cuerpo con las sábanas como si no lo hubiera entregado todo hace cinco minutos. Como si no me hubiera suplicado con los muslos que no me detuviera.Pero la conozco. Lorena es especialista en huir incluso cuando está atada a vos por dentro.Me incorporo. Enciendo un cigarro. Exhalo lento. No por efecto. Porque me gusta ver cómo el humo le cruza la cara mientras parpadea tratando de esconder lo que siente.—Estás hermosa —le digo, sin apuro—. Más de lo que recordaba.Ella no responde. Se aferra al silencio como un rehén. Piensa que eso le devuelve el poder.Pobrecita.Me acerco.Despacio.Como si no la conociera. Como si tuviera que conquistarla de nuevo, paso a paso.Pero no.Solo quiero que sepa que no
Narra Ruiz.Se quedó dormida con la espalda arqueada y los labios hinchados de morderse.Apenas respira, pero yo la escucho. La escucho con cada fibra que me queda. Como si el latido lento de su corazón se metiera bajo mi piel para quedarse a vivir.Me levanto de la cama.Enciendo un cigarro.Y miro el cuerpo de Lorena, todavía tibio entre las sábanas que huelen a sexo, a rabia y a ese perfume caro que siempre usa cuando quiere fingir que tiene el control.Pobre tonta.Pensó que me podía matar.Pensó que lo de encerrarme iba a quedar impune.Que podía robarme, traicionarme, jugar a ser reina.La reina no tiene corona si el rey le arranca la cabeza.Suelto el humo despacio.Pienso en Clarita, en el tarado que mandé a buscarla… y que terminó con la garganta abierta en el callejón como si alguien me estuviera dejando un mensaje.Un “no me subestimes”.Una advertencia.No me importa.Que Clarita se pierda en el infierno.Ella no era más que un medio.Una herramienta.Lorena no.Lorena me
Narra Ruiz El hotel al que Clarita ha venido a morir no lo sabe todavía. Ni el recepcionista dormido tras el mostrador de fórmica, ni la alfombra manchada de cigarro y humedad, ni el ascensor detenido en el piso tres que no lleva a ninguna parte. Ninguno entiende que esta noche, uno de sus cuartos será un ataúd con sábanas de raso rojo.Subo por las escaleras, despacio. La madera cruje bajo mis pasos como si supiera. Siempre lo supe: Clarita no era de las que entienden límites. Su devoción nunca fue amor. Fue una especie de hambre enmascarada. Un deseo de ser vista, de ocupar un lugar que no le correspondía. Y cuando la aparté, cuando la puse en el rincón en el que mejor servía… se volvió peligrosa.Toco la puerta 205 con los nudillos, como si esto fuera una visita cualquiera. Una reunión de negocios. No hay necesidad de forzarla. Me espera. Como siempre.Ella abre.Y aunque debería provocarme rabia verla así, envuelta en ese vestido carmesí que apenas le cubre el cuerpo, con el ma